WALDO LEYVA: UNA INTIMIDAD DESCONCERTANTE

WALDO LEYVA: UNA INTIMIDAD DESCONCERTANTE

SOBRE UNA INTIMIDAD DESCONCERTANTE

Soy conocedora y admiradora de la obra poética de Waldo Leyva Portal, escritor cubano nacido en Las Villas en el año 1943.  Sin la intención de hacer un estudio detallado de esta, y tratando de ensanchar la visión de quienes de algún modo se acercan a ella, corroboro lo escrito por Enrique Saínz: «En los inicios de un poeta pueden estar los signos fundamentales de su obra toda» y confirmo que los signos fundamentales de la obra de Waldo aparecen desde su primera incursión en la poesía, en esa poesía del santiaguero-villaclareño, porque si bien nació en Las Villas, ha escrito muchos poemas dedicados a Santiago, como el titulado «Por Frank» o ese que en solo nueve versos expone la reciedumbre de una ciudad, elevándola al máximo heroísmo y que tituló: «Para una definición de la ciudad», donde leemos: «Si encuentra alguna piedra / que no haya sido lanzada contra el enemigo […] si no encuentras ninguna puerta abierta, / puedes decir entonces que Santiago no existe». El haber escrito estos poemas y ell haber vivido allí durante mucho tiempo, dan fe de su doble identidad

Dicho esto, nos acercaremos a su libro Intimidad de la madera. Tras disfrutarlo, queremos dejar escrita nuestra impresión. Este, con variadas formas de versificación  si bien no es pródigo en sonetos y décimas, sí nos tropezamos, sobre todo, con una décima que nos sirve para corroborar que, por más cultas o hasta herméticas que se creen, ya sea por la sonoridad del ritmo interior o por la rima, ponen en atención el regusto que entra por cada oído que las percibe. Como solo un apunte menciono que se encuentran ya antecedentes de ellas en el siglo XV y el XVI, y en Calderón de la Barca y La vida es sueño en el siglo XVII.

Se dice y lo comparto, que la décima  es las composición más exigente que existe ya que las reglas que tiene deben mantenerse por obligación, también es cierto que ya hoy nos encontramos con décimas endecasílabas y con otras variantes escritas por algún que otro excelente decimista de la actualidad. Lo ya planteado demuestra que en  este poemario, Intimidad de la madera, Waldo Leyva Portal, ha tocado una vez más la cúspide de su expresión poética. Allí está su décima, la décima del paisaje, donde su niñez, que se perdía por la montaña gris de las carencias, abrazada a la lupa que lo aumentaba todo y vemos cómo en ellas los fantasmas de luz y  sombras se movían al ritmo de una música que se adueñó de su forma de poetizar y que sigue dando vida a esos versos que,  rimados o libres, no le permiten olvidarse del niño que fue y no por el gusto de atraerlo, de recrearlo, sino porque está en la columna vertebral de sus poemas, como aquel donde «Sigue la lluvia cayendo»: «Sigue la lluvia cayendo/sigue desbordado el río, /sigo mirando un bohío/triste, que ya no estoy viendo. / Sigo subiendo y subiendo / hacia el fondo del recuerdo / y hay un trillo donde pierdo / el corazón una tarde / y hay un adiós que me arde / y un irme que a veces muerdo».

Ratificamos, además, que Waldo es también el hombre del buen soneto,  de ese  que, aunque guardando la ordenanza de los catorce versos se le ha añadido estrambotes o eliminado la rima, como sucede con los de Pablo Neruda y con las diferentes medidas de los versos que hace nuestra Fina García Marruz. Tomemos como ejemplo este, tan fácil de leer y tan difícil de escribir, tanto, que es un privilegio dominarlo, en manos de Waldo se convierte en el rey de los poemas. Así queda demostrado en el soneto escrito en 1987, asociado al libro Intimidad de la madera porque justo el poeta lo tituló «Muerto en su madera», poema que dedicó a Sergio Hernández Rivera:

En el centro del llano un árbol seco

se resiste a morir sin su paisaje,

ya no hay alas ni lluvia en su ramaje

y el árbol de sí mismo es solo un eco.

 

Se queja el roble por su tronco hueco

y es el viento quien gime en sus heridas

donde florecen plantas adheridas

que se alimentan de su cuerpo seco.

 

De la raíz más honda, hasta la rama

que le dolió al nacer, busca y espera

encontrar el misterio de un latido.

 

Cierto pájaro oscuro le reclama

un verde que se ha muerto en su madera,

una savia y un tiempo que se han ido.

 

Este Waldo: el de «Después que reventaron las piedras de la isla», al que le creció ciertamente un hueco en el pecho porque donó un pulmón a la batalla de adherirse a la lucha del momento, «la de los malos ratos», la de «quien viene a quejarse después de tantos muertos», o la de «Por esta libertad habrá que darlo todo», sigue alzando la voz hasta alcanzar la cima, que en muchas ocasiones rebasa, sobre todo al liberar la estructura del poema, ya que pese a ello el rítmico compás que mantiene la fuerza del lirismo, de su lirismo, que en Waldo viene a ser tocar las cosas y extrapolarlas bajo la vestimenta del buen decir, hace que no disminuyan sus méritos.

Como expuse anteriormente, no es de la totalidad de la obra de Waldo que pretendo hablar, sino de la parte que coloca dentro de la «Intimidad de la madera» y me pregunto: ¿de qué madera nos habla Waldo en este libro?  ¿Será del noble pino que en cada corte riega ese olor a campo de su niñez y que según el árbol, ya sea blanco o rojo, brinda utilidad para diferentes labores? ¿Será  de la  que usan los carpinteros, los tallistas y otros profesionales de la madera para las obras delicadas? sí, creo que en esa madera es donde la mano artística del poeta encontró la intimidad, que como Fray Luís de León, no encuentra en el «mundanal ruido»,  ese ruido que rompe la paz y que es para el creador semejante al ruido del tren cuando corre sobre durísimos rieles.

En la primera partición del libro: «Un sitio de ayer o de mañana», el tiempo se va de las manos de Waldo y al fin ve que en «Tan ajeno el tiempo», el poeta siente que «el mundo al sur, el tiempo al norte / y yo en medio con los brazos en cruz / regresando a mí mismo», y es así que el poeta no intenta explicar demasiado cuando de su poesía se trata ¿Hacia qué parte de él regresará? ¿Sera a la infancia que está ahí acechándolo, o será que «sin previo aviso», «Culpó a la soledad / a la página en blanco / de sus sueños» ¿Será que habla del padre, del abuelo o de él mismo?

En este poemario nos encontramos con el titulado «Juego de ausencias»: ¿ausencia o perennidad? Y en el poema titulado «La parte Invisible de la foto» nos dice «Desde su vieja silla bajo el sol / mi padre dialoga en silencio con parientes y amigos / ajenos para mí». Y termina con esa serena reflexión: «No recuerdo una caricia suya / pero puedo asegurar / que nadie fue más tierno / en los días perdidos de mi infancia». Aquí la intimidad de la madera que recrea el poeta, nos deja una foto de su padre y su niñez. Es así que en «Retrato de la extraña» Waldo parece, o me parece, que toca el árbol del Nogal y trabaja con él la ebanistería en la que no deja espacio a la comprensión absoluta, la niña no sube la escalera que aquí es de piedra, es la escalera que «va subiendo / desde su cuerpo a la puerta./ y a unas flores delante / del cristal de la ventana» Quizás el poeta sin proponérselo cae en la intimidad ¿de lo automático? o fue el pintor quien dejó sobre la tela toda una sensación que conmovió al poeta y que nadie puede explicar, porque el arte es así, sugerente y en ocasiones hasta irracional, y hay que disfrutarlo en su intimidad, en el sueño, o arrobamiento que se vive despierto ante valiosas obras, como se disfrutan los arpegios de una pieza, de aquellas llamadas cultas.

En esta sección del libro Waldo toca al hijo, mete los dedos en su pelo y el hijo se vuelve vulnerable por el amor y el ilusionismo de la expresión artística, esa que nace con el nacimiento del poeta y llega a ser el único y más fiel compañero de su soledad, de esa soledad tan deseada en ocasiones para reunirse con el ángel que lo empuje a la creación. Aquí nos encontramos con el poema que da título al libro, olemos la madera que da cuerpo al clarinete, la madera durísima que hace música manejada por las manos del bardo que la crea y las del músico que le saca sonidos. Por eso el poeta dice «Otra es la escala de la luz / si canta el clarinete / Sus notas lejanísimas recuerdan / la garganta del pájaro que emigra». Cuánta belleza encierra su «Fragmento de nocturno levemente lírico y con sueño», aquí el poeta tras las volutas del humo, que suponemos de un cigarrillo, ve correr a una mujer desnuda contra el viento «persiguiendo su pelo que se escapa / y sube con la lluvia a la montaña…» y justamente ese golpe de magia es el que se queda flotando en el aire y he aquí lo contrario a las leyes naturales, que para el poeta es simple y real cuando dice: «y sube con la lluvia a la montaña […] escoltada por las aves que custodian a la sombra», ¿de la mujer que huye con sus ojos? Y Waldo cierra este poema con algo que se vuelve recurrente en su poesía, aunque dicho de diferentes modos: el hueco dejado en su espalda, sobre todo por no haber nacido entre pompas y riquezas.

Y, llegando a «Cierto juego del agua», pienso en cuánto he jugado yo con el agua, que mi poesía la recrea hasta el punto de volver mis remos contra ella, aún sin deseo de oponérmele y menos de abandonarla. Nací en una tierra abrazada por un río que era su brillante cinturón cuando la luna llena la sacaba del sueño, o cuando el asmático sonido del temporal la desbordaba hasta golpearlo todo a su alrededor: casas, árboles, vida humana o animal. Este juego del agua de Waldo, nos lo presenta en todo su valor poético, aquí nos encontramos con el cedro, que en el poema «Cuarto menguante»  expone como lo sembró en su infancia «en el patio trasero de mi casa / creciendo contra el viento del Sur/…», el mismo que fue una semilla en su bolsillo, «en los días perdidos de mi infancia» Y el tiempo en la poesía del poeta, recrea un pasado que para él es siempre presente, así como la escama pasa a ser perennidad en la sirena que se vuelve pez real, sin que por ello se le llame enajenación en la creación artística.

No logro sustraerme a la idea de disfrutar los siguientes versos:

«Mientras el cedro crecía imperturbable / siempre al sur de mi casa, / yo cruzaba fronteras desconocidas, / me vaciaba jadeante sobre cuerpos / que fueron imposibles, / recorría mapas del brazo de la muerte / como si fuera dueño del fuego y las cenizas. / Hoy, cuando la calma aviva los recuerdos, /vuelve el cedro a crecer en mi memoria / pero acabó la infancia / y temo que sus ramas ya no indiquen el Sur».

En esta sección del libro empezamos a disfrutar esa poesía que, convencido Waldo de que es libre, es capaz de construirla en prosa, con el ritmo de una octavilla o una décima, nos pinta la tela para el cuadro poético sobre el Invierno en Luanda o en esa que no requiere título y que dedica a su esposa Margarita desde el Sur del mundo. Para ella el poeta colecta piedras en las que «ve que el rocío está en ellas / como está el canto de los pájaros/ y el sonido del mar», y termina diciendo: «En cada piedra hay una herida, / un barco, / una cadena. / Para ti están sobre mi mesa estas pequeñas piedras / hechas también de risa y de canciones»

En «Cierto juego de agua»  están los poemas estructurados de una forma que no conocía en Waldo, o que no recuerdo haber visto antes, si bien son estructuras lógicas, con sorprendentes razonamientos, no nos acercan o no nos invitan a entrar en la «Intimidad de la madera» a la que canta, pero si bien la madera cubana que es en la que pienso que él piensa no nos aporta la joya que sabe pulir el poeta, sin que estemos seguros de que a muchos gustarán, a mí me aporta el marcado con el número I, ahí está Waldo que dice «llueve en el patio./ Mientras miro la lluvia / cruza un velero; / su casco es de papel, / en la infancia está el puerto». Este es el puerto de la distancia que va del hombre al niño. En cualquier lugar donde se publique ese poema, los que conocen su poesía, aún sin que se nombre al creador, saben que fue Waldo quien lo escribió.

Los poetas, como quizás todos los creadores, no pueden ampararse en otra forma de decir, recorren la vida, las cosas que atrapan y que pueden ser bellas pero no nos lo presentan. Y sí nos presenta a Waldo y, de qué forma, el poema que aparece también en esta sección del libro, esa magistral décima: «La glicina centenaria / del Carmen de la victoria / no es un árbol, es memoria / vegetal, verde plegaria / bajo el cielo necesaria / estación donde la cruz / del vuelo se vuelve luz / que nace de la madera, / como si la primavera / tuviese un sol andaluz». Esto nos mueve a pensar o recordar que esa frase, «un sol andaluz», relacionada con la madera, tal vez en parte, se haya extrapolado al espacio de Andalucía, al esplendor dado a El Escorial, construido en  España en 1563, y que es considerado por algunos la VIII Maravilla del Mundo, título que tal vez en parte lo deba al esplendor dado al inmueble por las maderas preciosas cubanas, usadas en su edificación. Existen evidencias de que el ébano lo extrajeron de Baracoa y los árboles de cedro y caoba de La Habana.

De ébano presentimos la intimidad de Waldo, de esa madera negra, exótica, que quizás acompañó la inspiración del poeta Jesús Cos Causse, su buen amigo. Y qué decir de la última parte de este poemario, que Waldo tituló «Sombra de la memoria», aquí se desborda cuando nos habla de la nobleza falsa del rostro del David y lo lleva al poema: «el David oculta su perfil violento, / esa esquina izquierda de su cara / marcada por una ferocidad sin límites». Reafirmo que el poeta «ve más allá» y usa sus herramientas para darle nombre a lo que observa. Para mí y para muchos, quizás el David de Miguel Ángel, no tiene ferocidad en el rostro, aunque cada parte de su cuerpo está en guardia, en paroxismo. No hay que olvidar que Miguel Ángel fue admirado por su manera de tratar el cuerpo humano y en el poema va Waldo del rostro pecoso de la veladora a sentir esa angustiosa metáfora del hombre dispuesto a responder a un ataque.

En el poema «Llueve en Coyoacán», ¿será que siempre llueve en Coyoacán? Pienso que sí, porque llueve cada día en aquel poema que escribí sobre Frida, y dice Waldo que «La lluvia es fina como un polvo de agua / y que / Frida sale al patio, no tiene el cuerpo roto […] la estoy viendo con los ojos cerrados, / la estoy tocando sin el tacto que estorba, / Me llega el olor de su piel / tatuada por los vientos de otra edad. /  No quiero despertar/» dice el poeta, claro, lo entiendo, al cerrar los ojos el poeta sigue viendo la otra realidad de Frida y su vida, está haciendo el poema.

Ya casi al final del poemario Waldo nos invita a leer su poema    «Conversación con Omar Lara».  Aquí encontramos versos formidables: «De qué sirve descubrir el humo de la poesía o de la muerte, / es mejor buscar su huella, olerla cuando el mar,/ cuando el desierto, cuando la lluvia llega desde junio» y al final del poema el poeta reitera  / cuando llegaste, muchos años después,/ muchas muertes después, muchos versos después / y descubriste que la memoria es una trampa, / que la vida se hace a cada paso / y la única nostalgia verdadera es la nostalgia del futuro».

El poeta está triste, con una tristeza contenida, entra en una nostalgia casi vehemente cuando en «A modo de elegía» sufre por sus amigos muertos: «los muertos beben solos, me repito, / pero voy con la botella hasta el rincón más íntimo de la casa» y cierra el poema diciendo: «no tengo el preparado de aguardiente / con las yerbas de monte pero bebe, bebe conmigo / este añejo hecho con las mejores aguas de la tierra / los muertos beben solos».

Sí, amigo Waldo, los muertos beben solos, por eso al abrir la botella buscamos un rincón de la casa y depositamos un poco del licor que trataremos de disfrutar si la muerte o la salud nos dejan. Ahora me despido, pero quiero obsequiarte con un ramo de flores olorosas y un trozo de la madera de la planta de sándalo. Embriágate con ellas y no pares de escribir. Para ti, un regalo poético:

En Waldo Leyva Portal

la poesía se hizo esencia

y se unió con la conciencia

de una praxis celestial.

Cortó la rama trivial,

regó las flores del verso,

bloqueó algún residuo adverso,

puso en fuga lo plebeyo.

Por su creación, el destello

da más luz al Universo